En el ocaso de agosto, cuando el sol se encontraba en su punto más alto sobre los campos de Murcia, un grupo de peregrinos se congregó en Molina de Segura, ansiosos de iniciar su marcha hacia Caravaca de la Cruz. Había en el aire un espíritu de camaradería y devoción, un impulso compartido por alcanzar un destino sagrado que ha llamado a los corazones de los caminantes desde tiempos inmemoriales. Este recorrido, no solo físico, sino también espiritual, no era otro que una travesía de sacrificio y fe, en la que cada paso retumbaba con el eco de las antiguas promesas y el anhelo de redención.
El ambiente en Molina de Segura era de una calma apacible, casi espectral, tan solo roto por el murmullo de los peregrinos mientras aguardaban el inicio de la travesía. Los conductores, después de haber dejado a sus camaradas en el punto de partida, partieron hacia Caravaca para dejar los coches en el lugar donde culminaría la peregrinación dos días más tarde. Una vez reunidos todos de vuelta, la expectación creció y, junto a ella, la emoción de los presentes. Fue entonces cuando la tan ansiada jornada finalmente dio comienzo. Con las camisetas de uniformidad y las credenciales de peregrino en mano, símbolos de su compromiso y fe, los caminantes se dispusieron a emprender el camino, conscientes de la aventura y el sacrificio que les aguardaba.
Día 1: Un camino bajo las estrellas
La marcha comenzó tarde, cuando la zona urbanizada quedaba atrás y la Vía Verde se extendía como un río de piedra y polvo ante los caminantes. La penumbra cayó pronto y, en la soledad de la noche, el grupo avanzó con determinación. Los pasos resonaban en la oscuridad, con solo la luna y las estrellas como testigos de su avance. Tras horas de caminata, encontraron una loma plana, un refugio provisional donde extender los sacos y reposar. Pero la quietud fue breve; la verbena en Albudeite, con su música estridente y los incesantes ladridos de los perros que ésta provocó, no permitió que el sueño llegase a sus párpados. Así transcurrió la primera noche, entre el bullicio lejano de una fiesta ajena y el deseo de descanso.
Día 2: Resistencia bajo el sol inclemente
Con las primeras luces del alba, los peregrinos se alzaron de nuevo, dejando atrás la noche inquieta. El sol aún no había asomado, y ya estaban en marcha, impulsados por un ánimo jovial que la falta de sueño no lograba aplacar. A las 7:30, después de un desayuno rápido, retomaron el camino, internándose más en la árida llanura murciana. En el sendero, un coche estampado y los vestigios de la fiesta anterior; paisanos con la mirada nublada se cruzaban con ellos, renuentes a dar la noche por concluida.
La llegada a Mula fue prematura, el punto de sellado aún cerrado, y aprovecharon para almorzar en un bar cercano, reponiendo fuerzas para el arduo trayecto que aún les aguardaba. El carisma y la simpatía de los militantes de Facta, pronto les permitió confraternizar con los paisanos que al principio les escrutaban con curiosidad.
El sol implacable se alzó en el cielo, y la jornada se tornó más dura de lo esperado. Los planes de pausar antes de las horas más calurosas se desvanecieron con los retrasos acumulados. Bajo la luz inclemente, los caminantes avanzaban, buscando la sombra que apenas existía. Hasta las tres de la tarde, cada paso fue una lucha, y el alivio llegó en forma de un chapuzón en aguas frescas, un breve remanso que renovó su vigor.
Pero el día no había terminado. Reemprendieron la marcha, saludados por los locales de viva voz o con manos que se alzaban en distintos grados de marcialidad. Las banderas ondeaban al viento, y el ánimo de los peregrinos se renovaba con cada gesto de apoyo. El cansancio y el dolor en las piernas se mitigaban ante la fuerza de la fraternidad naciente; el verdadero propósito de su viaje comenzaba a materializarse en la solidaridad compartida.
Día 3: Triunfo en Caravaca de la Cruz
El último día se inició, de nuevo, antes de que el sol emergiera por el horizonte. Los peregrinos desayunaron a la prisa, ansiosos por alcanzar su destino. Las calles urbanizadas se sucedían, cada vez más pobladas, desde el polígono industrial hasta la ciudad propiamente dicha. Al mismo tiempo, el camino tomaba mayor inclinación, anticipando las cuestas que aguardaban antes de llegar a su destino. Con el primer rayo de sol, las torres de la Basílica de la Vera Cruz se vislumbraron en la distancia, y el corazón de los caminantes se aceleró con renovada energía.
La entrada en la ciudad fue un momento de triunfo, un espectáculo de determinación y fe. En formación, avanzaron por las calles de Caravaca, recibiendo las miradas de admiración de los lugareños y turistas. Los peregrinos, con paso decidido, ascendieron hasta la Basílica, donde un entusiasmado voluntario de la cofradía de la Vera Cruz los invitó a cruzar por la entrada del peregrino. El eco de la misa resonó en el antiguo templo, envolviendo a los presentes en un manto de paz y gratitud.
Finalizada la ceremonia en la Basílica, fuimos honrados con la visita de algunas figuras de importancia en la organización y mantenimiento del sagrado templo, quienes se acercaron a saludarnos y a ofrecernos obsequios como muestra de hospitalidad y reconocimiento. Fue entonces cuando tuvo lugar un momento de cierta solemnidad y significado: la imposición de insignias en las mochilas. El líder de Facta entregó a cada uno de nosotros este emblema de compromiso y devoción, sellando así el lazo espiritual que nos unía.
Solo tras estos instantes de respeto y gratitud, se dirigieron a disfrutar de una comida compartida, donde el ambiente se llenó de risas y anécdotas del camino recorrido. La visita de un camarada que nos contactó por X al vernos en su ciudad, añadió un toque de camaradería a la ocasión. Luego, la despedida y el regreso, con la certeza de que lo vivido en estos tres días quedaría grabado en nuestras memorias como una prueba de fe, esfuerzo y fraternidad. Así concluyó esta epopeya, no con el final de un viaje, sino con el comienzo de muchos otros que aún habrán de seguir.