6 de abril de 2025. Tras un marzo tan lluvioso como sombrío, regresamos a la montaña. Lo hicimos bajo un cielo amable y una temperatura que anunciaba la primavera sin ambages. La jornada traía un aliciente especial: la llegada de camaradas desde tierras extremeñas, que respondieron con entusiasmo a la invitación de recorrer con nosotros los senderos de la sierra. La montaña, en esta ocasión, fue más que un escenario natural: se convirtió en el terreno propicio para el reencuentro, el conocimiento mutuo y el fortalecimiento de la comunidad de Facta.

La ruta, escogida con acierto, permitía una caminata asequible para todos los presentes. Avanzamos por caminos que serpenteaban entre pueblos serranos de piedra antigua y tejados vencidos por el tiempo. En uno de estos enclaves, hicimos un alto para tomar “un refresco” en el bar local. Allí, los habitantes —gente recia, acostumbrada al paso lento de las estaciones— nos recibieron con una mezcla de curiosidad y simpatía. No tardó en brotar la conversación, franca y espontánea. El hecho de que llegáramos en grupo, con paso resuelto y ánimos bien dispuestos, no pasó desapercibido para quienes llevan años viendo cómo sus pueblos languidecen al compás de una despoblación que no cesa.
La marcha continuó por terrenos más escarpados. Los arroyos, engrosados aún por las lluvias recientes, habían desbordado sendas y empapado veredas, exigiendo un esfuerzo adicional que el grupo asumió con naturalidad. Superado el tramo más exigente, hallamos un claro donde, al modo antiguo, compartimos los alimentos que cada cual había traído. El pan, el queso, las tortillas y las aceitunas pasaban de mano en mano mientras las palabras tejían complicidades. Ya no éramos simplemente miembros de una misma comunidad política: éramos compañeros de ruta, de mesa, de propósito.

Con el recorrido completo, decidimos acercarnos a Patones de Arriba. Allí nos recibió un contraste casi teatral. Las terrazas, atestadas de turistas recién bajados del coche, lucían como escaparates de un mundo ajeno. Algunos nos observaban, con expresión entre el asombro y el desdén, al vernos con botas enlodadas y mochilas aún colgadas. Para ellos, el campo es postal; para nosotros, experiencia viva. En el primer bar del pueblo/decorado, regentado íntegramente por españoles, nos recibieron con amabilidad genuina. Levantamos entonces nuestras copas y, con la fuerza de quien sabe por qué camina, brindamos:
—¡Facta! ¡Non verba!